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ÉRASE UN CHICO LARGO, PANZUDO Y CON UNOS CALZONES MÁS PROPIOS DE SU ABUELA

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Juan-Ramón Barbancho ha publicado "Cicatrices en la memoria", una serie de relatos personales de infancias LGTB robadas. Uno de estos testimonios es el mio, os lo comparto en esta entrada. No es necesario decir que os recomiendo este libro editado por Egales.



Al final del artículo os hablo del plinton. Seguramente olvidado por salud mental, pero que fue un elemento de tortura durante muchos años. Gracias a Ricardo de la Rosa he recuperado la memoria,


ÉRASE UN CHICO LARGO, PANZUDO Y CON UNOS CALZONES MÁS PROPIOS DE SU ABUELA...

Yo fui un niño flaco, de mirada triste, tímido y cariñoso. Nací por casualidad; aunque no por accidente. De pocos y buenos amigos, pero siempre rodeado por gente mayor y no de niños de mi edad.  A la hora de jugar congeniaba más con las niñas, jugando a papás y mamás.

Vine al mundo después de una larga enfermedad de mi hermano mayor. Mis padres temieron quedarse sin descendencia, mis abuelos paternos no lo aceptaron y mi llegada al mundo produjo una grave crisis familiar. Era un niño tranquilo, el clásico que “no rompía un plato”, mi aspecto famélico tenía una causa: odiaba comer. Dicen que masticaba hasta los granos de arroz, y podía estar un buen rato en ello. Imaginad si se tratara de un trozo de carne, figuraos que pasó cuando esta carne era de caballo viejo, alimento que me daban para curar mi anemia crónica durante la infancia. Aterrorizaba al más paciente.

Las abuelas de mi pueblo se peleaban por tenerme; eso sí, siempre debía ir bien comido. Podía estar sentado a su lado horas sin molestar, siempre llenándolas a besos. Pronto los abuelos paternos no quisieron ser menos y prácticamente me adoptaron. Mi abuela descubrió que podía comer más fácilmente si me daba aquello que me gustaba y me hizo feliz. Feliz entre gente mayor, niñas y mis soldaditos de plomo.
   
Llegó el día de la primera comunión. Estrené un traje blanco de marinero, ¡qué bien me sentía!  Era el almirante de la familia. Aquel día un tío mío se me acercó: "eres un niño que ya ha hecho la comunión, ahora no debes ir dando besos a todos, los hombres no hacen estas cosas". No lo entendí, ¿qué verían en mí? Mi padre siempre había sido cariñoso conmigo, pero a partir de este momento todo cambió; imagino qué le dirían sus amigos: "de seguir así tu hijo será maricón". 

De repente mi padre empezó a hacer determinados comentarios: "Si un hijo mío se deja melena, si un hijo mío alarga las patillas, si un hijo mío..." No creía que fuera conmigo, pero el hombre tenía su carácter, sobre todo cuando se ponía serio. Las palabras acabaron gravadas en mi memoria como si de una marca a hierro candente se tratara. Dejé de besarle, creo que hasta el día antes de que su cuerpo dejara de respirar; aquel día le di todos los besos que durante años reprimí. 

Y llegó la adolescencia. Cebado por mi abuela y con todo el hambre atrasado por las comidas que no ingerí, engordé... pero solo de barriga pues crecía más rápido que engordaba. Era un adolescente largo, flaco, con una gran barriga y más pluma que un pavo real. 

Como alumno fui un absoluto fracaso. En los centros escolares siempre era invisibilizado a un rincón. A los 13 años me sacaron de la escuela y me llevaron a trabajar al campo. Para compensar me enviaron a una academia nocturna, donde los alumnos tenían muchos más años que yo. El fracaso siguió aumentando. Pero tenía abuela y se enfrentó a mi padre para que pudiera estudiar en mejores condiciones. Y así empecé el bachillerato elemental con chicos dos años más jóvenes que yo. Fue horrible, y aunque conseguí  sacar cabeza seguramente fue cabeza disfrazada.

Y así con quince años me metí en una clase llena de pre-adolescentes en una escuela de la periferia de las periferias. Era un bicho raro. Inicialmente me ignoraban hasta que un día llegó la clase de gimnasia y el puto plinto. Con unos calzones cortos más propios de mi abuela, el espectáculo fue cómico para mis compañeros, terrorífico para mí. Las risas me pusieron nervioso, corría como un pato, tropecé con el potro, no pude con la cuerda, respiré con la gimnasia sueca y apareció ese monstruo llamado plinto: lo envestí como un toro y acabé en el suelo aturdido por un golpe en la frente. Recuerdo más las risas que el dolor. 

A partir de aquí las burlas empezaron ante la más absoluta indiferencia de los profesores. Un día el director nos pilló mientras me estaban humillando, a pesar de estar llorando me cayeron varios reglazos en la mano. Nunca olvidaré al señor Donino, un sádico con vara y permiso para torturar.

Mis compañeros de clase se burlaban de mi forma de andar, lo cual me produjo una inseguridad que me llevó a dejar de saber cómo se andaba correctamente; con lo que mis aires cómicos andando no hicieron más que aumentar las risas y las burlas; así empezaron a llamarme pato. Pero este fue el menos hiriente de los nombres que me inventaron, vino Leopollo, Repollo, Leocardo, Leopato y otros que no repito para no dar ideas.... Ahora me llaman Leopedia, pero esta es otra historia, llamarse Leopold lleva IVA incluido.

Temía ir a la escuela, encontrarme a la banda de insultadores por el camino, temía andar fuera de casa, pues creía que todo el mundo se reiría de mí. Salir del colegio era peor: me esperaban, nadie movía un dedo por mí. Aun hoy tengo el síndrome de pato Donald, nombre inventado por mí al creer que ando como él.

Un día organizaron un concurso de cálculo mental, jugaba con ventaja pues desde pequeño iba con mi madre a vender al Mercado Born. Para mí fue coser y cantar: gané. Después organizaron concursos de “Cesta y Puntos” (de moda por el programa televisivo), también gané. No era lo que se llama un empollón, era incapaz de aprender nada de memoria y mucho menos sentarme en casa delante un libro. Prefería vivir en mundos imaginarios. Con una lectura superficial de un libro de Historia o Geografía retenía fechas y nombres sin dificultad alguna (en temas de Ciencias Naturales ni por casualidad). Así el objeto ridiculizable se convirtió en el mejor amigo para deberes. De ser odiado, acabé siendo respetado al curso siguiente. Pero como decimos por aquí no todo fueron "flors i violes" (coser y cantar).

Aprendí a hacer aquello que querían de mí y por lo que tenía reconocimiento y admiración. Acabé viviendo la vida que ellos querían de mí. Reprimí mi verdadera identidad y mi orientación sexual. Recordaba a Leopollo, al pato Donald, a mi tío, a mi padre, al calzón de mi abuela, a todos los fantasmas gravados a fuego en mi memoria,  y sentía miedo, ridículo y mucha culpa. En el fondo no odiaba a los que eran como yo, me odiaba a mí, aunque no a mi cuerpo al que, como Narciso, amaba para poder disfrutar del sexo a escondidas.

Más que homofobia interiorizada, tenía lo que llamo homofobia anticipada: el temor de dar un paso por el medio ha ser juzgado, insultado o maltratado.

Y así públicamente fui un hombre respetable, sindicalista, político, ocupé importantes cargos públicos y de partido.... Muchos de los que me insultaron acabaron siendo compañeros, que no amigos, aunque siempre volví a sufrir su verdadera naturaleza humana.  Pero el reprimido niño cariñoso también crecía dentro de mí y cada vez pedía más espacios de libertad. Un día ganaría la batalla, pero pasarían años, demasiados años. Esa ya es otra historia...

EL PLINTON

Seguramente este potro de tortura lo olvidé por salud mental, pero un texto de Ricardo de la Rosa me lo ha devuelto a la memoria. Aquí el texto:

"Todos y cada uno de los profesores de lo que llamaban "educación física" se limitaban a decirte que lo saltases, sin más. No recuerdo a ninguno de ellos explicando (por ellos mismos) cómo y de qué forma se debía saltar, ni los recuerdo ayudando a nadie a hacerlo. Lo mismo que si un profesor de matemáticas, para explicar cómo se divide, nos hubiera dicho que resolviésemos la operación 10/5."



La Academia Nuria de Gavà allí me humillaron e insultaron por no ser capaz de pasarlo, sin ningún tipo de ayuda. Donino Ruiperez jamás movió un dedo para defenderme, poco podía esperar de un profesor que nos enseñaba taquigrafia con la biografía de José Antonio Primo de Rivera. 

Después vino el Servicio Militar, en 1976. Fue en el regimiento de Leganés, hoy Universidad Carlos III. Llegué con recomendación expresa de la Guardia Civil de Gavà, por ser "dirigente" de partido anarquista. Para el capitán de mi sección fue un placer ver como no superaba jamás ni el plinton, ni la rampa americana. Recuerdo que lo procesaron por el golpe de estado del 23F. Pero allí pasó brevemente un militar atípico para el ejército español, se trata de Luis Pinilla Soliveres, mas que militar, humanista y pedagogo. Acabó con estas prácticas, permitió que en la cantina celebraramos la primera edición del diario AVUI, y organizaramos charlas en el cuartel. Recuerdo como un dia se me acercó y me preguntó ¿Como te va, rojillo?, en otro militar me habria aterrorizado, en él no vi mas que empatia. Años depués abandonó un ejército que siempre le maltrató, para unirse a la obra apostólica del padre Llanos, en el barrio de Villaverde de Madrid, dando su  testimonio entre los más los más débiles, des de su visión progresista del cristianismo.

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